Tras el genocidio de 1994 en Ruanda, entre tutsis y hutus, se crearon unos tribunales populares que confrontaron a víctimas y agresores para que a través del perdón, hicieran posible la convivencia en un país donde se asesinó a más del 11% de la población. El reconocimiento del crimen y pagarlo con trabajos a favor de la comunidad, es condición para el perdón. Hace unas semanas, en un programa televisión, pude seguir uno de esos juicios...
Estaba compuesto por un amplio grupo de personas, entre ellas, alguna con responsabilidad oficial, una víctima superviviente y un instigador del genocidio. El juicio se celebraba al aire libre; unos sentados en el suelo y otros dando cortos paseos observaban el careo entre los afectados.
La víctima era una mujer a la que la guerra le había arrebatado a sus cinco hijos menores y su marido. A pesar de los testigos, el asesino negaba su participación en los hechos y la mujer se negaba a perdonarle si no reconocía su culpabilidad.
La víctima, una mujer fuerte, de rostro tenso y voz contenida, insistía en que; “si él no reconocía su culpabilidad y le decía donde estaban enterrados los cuerpos, no podría perdonarle. Ella podría admitir que “el demonio le hubiera podido”, pero ahora tenía que asumir su culpabilidad. Sólo así podría ella intentar perdonarle y superar rencores, pero si le seguía negando lo que ella y otros habían visto, no le podría perdonar jamás”.
El hombre termina confesando y ella posteriormente, pide que la llevase a la fosa donde los había enterrado. Los dos se dirigen a la fosa, acompañados de otras personas que excavan la tierra, y cuando sacaron los restos, la mujer se agachó y lloró. Después se levantó diciendo: “Ahora que ha confesado y yo he recuperado los cuerpos; ahora que puedo darle sepultura y llorar en sus tumbas, creo que podré perdonar y, aunque no lo olvide, lo superaré”.
Aquellas palabras me trasladaron a la paradoja vivida recientemente en España con el debate que se ha levantado sobre la aprobación de la Ley de Recuperación de la Memoria Histórica.
A sido realmente paradójico que, mientras se responsabilizaba y culpabiliza al Gobierno de remover el pasado con la aprobación de la citada ley, en Roma se beatificaran a religiosos/as asesinados desde el bando republicano. Ambos actos han pretendido lo mismo: el reconocimiento de unas vidas sacrificadas por la barbarie de una guerra civil, pero para ver lo que les distingue hemos de remitirnos a la historia. Desde el convencimiento de que el valor de la vida y la dignidad humana es igual en toda persona,- al margen de la ideología, pensamiento, religión o clase social a la que pertenezca-, me gustaría entran en el debate a la luz del testimonio de aquella mujer ruanesa.
Todos sabemos que las personas asesinadas o perseguidas por el bando republicano, recibieron el reconocimiento de víctimas inocentes, sacrificadas por "la libertad de España". Sus familiares pudieron, y lo hicieron con creces, repudiar a sus adversarios y algunos, vengar a sus victimas. Pudieron y lo hicieron con todo el derecho y libertad: llorar su dolor y honran a sus muertos. Pudieron enterrarlos dignamente y visitar sus tumbas. En una palabra; los nacionales caídos,- entre ellos los religiosos beatificados en Roma-, fueron reconocidos por la historia como víctimas y mártires de una injusta y fratricida guerra civil. Pero los asesinados y perseguidos por los nacionales no corrieron esa “suerte”: Ellos pasaron a la historia como gente incontroladas presas del odio y del rencor.
Los que sobrevivieron a la guerra fueron apartados de los cargos públicos y puestos de influencias. Fueron inhabilitados en sus carreras, forzados a exiliarse, a esconderse y a renegar de sí mismo para evitar ser perseguido, humillados, excluidos o fusilados.
Hubieron de esconder su dolor, ahogar su llanto, agachar la cabeza y guardar silencio. No pudieron visitar las tumbas de sus muertos por no conocer ni el lugar donde fueron enterados... La historia los juzgó como criminales y nadie tuvo que arrepentirse ni pagar por sus vidas.
Así se vivió la posguerra y así se escribió y se contó la historia. Pero muchos supimos desde el principio, - y otros con el paso del tiempo-, que la verdad fue distinta.La Republica fue un gobierno, democrática y legítimamente elegido, derribado por un violento “levantamiento nacional”. En ese descarnado enfrentamiento se cometieron atrocidades por ambos bandos. El historiador británico e hispanista, Huhg Thomas cuenta “la forma en que se llevó a cabo la rebelión militar y como reaccionó el Gobierno provocaron un total desenfreno; en una zona se fusilaban a maestros de escuelas y se quemaban Casas del Pueblo, y en la otra se fusilaban sacerdotes y se quemaban Iglesias”. Una barbarie compartida pero… el que ganó, escribió la historia como quiso y a los perdedores les tocó ser testigos mudos.
Esa historia tergiversada, esa patraña mantenida durante casi cuarenta años ha hecho que moralmente fuera necesaria la rehabilitación de su memoria. Una ley que no pide venganza; que no pretende despertar rencores; que no quiere dividir a España... Esta ley pide el reconocimiento de los que nunca fueron reconocidos: El que sus familiares sepan donde están, el que puedan llevarle flores a sus tumbas, el que se proclame que no fueron criminales sino víctimas que, su delito fue apoyar, militar, o simpatizar con un partido democrático que gobernaba legítimamente elegido por mayoría. Un Gobierno al que sólo la voluntad ciudadana en las urnas, estaba legitimada para castigar sus errores y echarle del poder.
La forma como se ha contado la historia ha exigido, aunque sea con retraso, la creación de una ley que dignifique a quienes se les robó su dignidad y su memoria. El gesto de la ley es igualar a las víctimas de ambos lados. La beatificación de víctimas de un sólo bando, ha sido la selección de algunos entre todos.
Esta selección, hecha entre los religiosos asesinados, se ha justificado diciendo que; “los que han sido beatificados fueron asesinados por su creencia religiosa y los asesinados por los nacionales fueron por su opción política”, supuestamente al lado de la Republica; una forma de mantener la división entre buenos y malos. Asumiendo el riesgo a equivocarme creo que,- salvo algún caso-, los religiosos muertos en ambos bandos, fueron asesinados por su identificación ideológica o política y no por su creencia. Para nadie es un secreto el que la Iglesia, con el Cardenal primado Isidro Gomá a la cabeza, se puso,- por miedo o identificación-, al lado de los nacionales. Una postura que fue reconocida y hecha pública, por la propia Iglesia, en la carta de adicción al Régimen, firmada el 1 de julio del 1937 por todos lo obispos españoles, excepto por el de Victoria y el de Tarragona.
Con el escenario descrito se hace difícil saber el motivo por el que fueron asesinados; de hecho, la mayoría de las veces no hubo ni se necesitó tal motivo para hacerlo.
Muchos se asombran, de que a estas alturas no se haya perdonado ni olvidado y que se “reabran debates que parecían superados”. Algo que nunca estuvo abierto, no se reabre, simplemente se abre. Los crímenes de la guerra civil no se han sido debatidos: primero se “monologaron” y después, se le echó tierra para evitar la confrontación. Pero… según el testimonio de aquella mujer ruanesa así no se puede perdonar. El debate y reconocimiento publico de la culpabilidad, es el único camino, según ella, que puede conducir al perdón y con el tiempo a la concordia; que nunca es el olvido.
Con estos antecedentes, la beatificación en Roma ha sido interpretada desde dos puntos de vista distintos: Uno, los que piensan que la Iglesia se ha ratificado del lado de quien estuvo y al lado de quién permanece. Otros, que creen que ha sido un acto que la izquierda debiera haber aprovechado para pedir perdón a la Iglesia por la persecución de que fue victima.
La verdad es que el perdón es un valor que dignifica al que lo pide y al que lo otorga. Pero pedir perdón y perdonar,- además de un valor humano,- sobre todo es una exigencia cristiana y la Iglesia se podía haber adelantado a ello.
Con esta reflexión he querido participar en el debate abierto y expresar, desde mi fe, mi profundo pesar ante muchas declaraciones oídas en estos días. Porque, ahora no es el momento de seguir hablando los que siempre pudieron hablar y lo hicieron; ahora es el momento de reconocer y dignificar a los vejados por la historia. Por supuesto que se debe hacer con respeto, condura y veracidad, pero también con el derecho que otorga el haber sido difamado, humillado, y obligado a callar durante tantos años.